sábado, 29 de noviembre de 2008

La mirada de Barranquilla

Por Manuel Antonio Dueñas Peluffo.

Tal como creo entenderlo, el proyecto de La Distritofónica funciona básicamente a través de la diversidad. No en su sentido más frívolo, que es el de poner en un mismo lugar elementos claramente diferenciados, sino en su acepción de amplitud estética. Quizás eso explique que el catálogo que tienen —amplio y variado, lleno de pequeñas y grandes disparidades— esté atravesado por un hilo conductor, por una atractiva ambición conceptual que lo hace coherente.
Ese compromiso con la diversidad les ha dado pie para desconocer géneros y romper fronteras, al tiempo que los ha puesto a trabajar con músicos eclécticos, decididamente eclécticos, que parecen pequeños universos en sí mismos. Nada mal, me digo yo, para estar situados en un país que todavía reza purismos, y que aún conserva algunas de sus músicas en completa virginidad.
Pero La Distritofónica está en Bogotá, y como tal, desde esa compleja geografía, tiene limitaciones igualmente amplias. Una de ellas, tal vez la más considerable, es que ha desarrollado una mirada a ratos incompatible con el pulso de otras ciudades. Una mirada tan suya, tan propia, que es imposible de extrapolar a otro contexto. Por esa razón, y en un ejercicio estrictamente utópico, he decidido imaginar la posibilidad de una Distritofónica, con sus taras y convenciones propias, en Barranquilla, la ciudad que menos desconozco.
Para empezar, vale bien una confesión: en Barranquilla, salvo por un reducidísimo grupo de melómanos, la producción de La Distritofónica no se conoce en lo absoluto. Esta realidad, que no es nada sorprendente en una ciudad anacrónica como Barranquilla (“la capital de la nostalgia”, diría mi amigo Rafael Bassi), puede deberse en parte a una tendencia cultural: la ciudad mira indefectiblemente hacia el Gran Caribe. Sobre todo hacia Cuba, que es un marco de referencia, pero también de imitación, de copia al carbón y —tanto de peor— de olvido de las raíces propias.
Entre los jóvenes interesados por el jazz, por ejemplo, que forman una generación surgida a principios de este siglo, los modelos a seguir no son Lucho Bermúdez, Pacho Galán o Luis A. Calvo, por decir unos pocos. Por el contrario, se trata de una camada de músicos que sigue con devoción —y hasta el hartazgo— a figuradas consagradas del jazz latino como Paquito D’Rivera, Chucho Valdés, Michel Camilo o Juan Pablo Torres. Como es evidente, el problema no es que se las siga (de lo contrario, caeríamos en un nacionalismo francamente aberrante), sino que esa devoción ciega y empecinada los aleje de otras posibilidades conceptuales alrededor de nuestras músicas.
Este año, con el concierto de apertura del festival Barranquijazz, pude comprobar con nostalgia —pero también, cómo no, con cierto asco— el desgaste de un ciclo en el jazz producido por la mayoría de jóvenes músicos barranquilleros. Hace poco más de siete años, con motivo de la quinta edición de ese mismo festival, el periodista Luis Tamargo escribió: “Al igual que en años anteriores, el litoral caribeño de Colombia demostró poseer un surplus de talentosos jóvenes con notables inclinaciones musicales. Nos percatamos de dicho fenómeno, una vez más, al presenciar la acometida de tres agrupaciones costeñas: Etnia Jazz, Latin Sampling y Wayové”. Latin Sampling, que es la que mejor se mantiene de las tres, estaba destinada a marcar un rumbo, un camino por el cual transitar, pero sobre todo un sonido emblemático, una manera definida de entender el jazz. Lo hizo con creces, a tal punto que dejó unas formas específicamente establecidas, casi unas instrucciones, que se copiaron disciplinadamente en esos siete años largos: el sonido del jazz latino, el formato del jazz latino, la facilidad del jazz latino, la excusa de los tumbaos, la manera tonta y abierta de olvidarse de otras influencias.

Latin Sampling

Pero este año, en ese concierto inaugural, Cucurucho Jazz Band demostró que el modelo estaba acabado, sobre todo al exponerlo en su peor forma: con refritos mal hechos, con interpretaciones rígidas y redundantes, y en especial con inercia. El anacronismo de ese fracaso no parece casual cuando en la ciudad empiezan a surgir (y en algunos casos a consolidarse) otro tipo de propuestas que plantean búsquedas radicalmente distintas. Búsquedas que, al menos en términos generales, intentan construir una mirada más propia del mundo.
Me refiero, por ejemplo, a la Atlántico Big Band, un proyecto que Guillermo Carbó ha conducido con éxito, y que hoy, con casi dos años en actividad, ha alcanzado una madurez indiscutible; a la Orquesta del Carnaval, que de a poco va encontrando su mejor sentido; a bandas jóvenes como Tierras Libres, The Chanclets o Káwara, y a una escena urbana de hip-hop y rap que parece ir creciendo (véase Trewa, encuentro de arte urbano).
Una Distritofónica en Barranquilla no sólo tendría la tarea de estimular esos procesos, la mayoría reveladoramente independientes (quiero decir que, como en el caso de la Atlántico Big Band, no reciben el apoyo de casi nadie y funcionan “por amor al arte”), sino también el reto de darles un marco común que los relacione y explore sus diferencias. Quizás así podría comprobarse que no son fenómenos fortuitos, producidos por el azar, sino respuestas lógicas a la dinámica de una ciudad contradictoria, pueblerina y unilateral que parece estar encerrada en sí misma.
En ese sentido, Barranquilla miraría más hacia Colombia. Hacia el centro y hacia los extremos. Para superar los regionalismos, creo yo, pero también para entablar un diálogo postergado por décadas. Un escenario, digamos, en el que los músicos de acá se interesarían por las músicas de allá, de ese otro país lejano, para poder acabar con un centralismo más bien propio, que comienza y termina en el mar, pero que es tan nefasto como el del frío.
De ahí en más, una Distritofónica propondría transformaciones concretas en el seno mismo de la ciudad, sobre todo a través de la creación o el desarrollo de una crítica cultural a la altura de sus procesos estéticos, la búsqueda permanente por consolidar nuevos espacios y la idea de un público capaz de ejercer su genuino derecho al abucheo. A ese pequeño súmmum de cosas se añadiría, como es evidente, la necesidad de ratificar, articular y fortalecer lo que se ha logrado hasta ahora: un concierto como Navijazz y rock, por ejemplo, donde se reúnen las escenas dispares del jazz y el rock en una sola noche; un evento como el Concurso de Grupos Locales, del festival Barranquijazz, donde se dan cita agrupaciones de la región y el país; iniciativas como la Noche del Río, que contemplan la convicción de exponer las raíces del folclor afro-colombiano a un público joven e inquieto, y el esfuerzo en general de músicos independientes que pasan inadvertidos entre bandas que mueren, reviven o se transforman (aunque, según los cálculos del sentido común, a cada minuto una banda muere o agoniza en Barranquilla).
Hace algunos meses, Carlos Sojo afirmó que el Carnaval no es de Barranquilla, sino en Barranquilla. Sojo, que es un potencial rey Momo, tenía una buena razón para decirlo: Barranquilla es apenas el tema, la excusa para la confluencia, el espacio libre por el que pueden fluir los colores, las máscaras, los espíritus. En el caso estricto de la música (que parece desligarse cada vez más del Carnaval), no sería del todo descabellado pensar que la ciudad conserva cierta mística favorable a lo diverso. Desde el arraigo de la música africana hasta una escena más o menos lúcida de metaleros, pasando por la santísima trinidad de vallenatos, salseros de izquierda y folcloristas abnegados —a la música, pues—, Barranquilla es un circo de voces cruzadas raramente percibido. Una Distritofónica, ya lo sabemos, no sólo se encargaría de darle cierto sentido a ese caos heterogéneo, sino también de suscitar un diálogo en el que sea posible, por ejemplo, que un metalero toque salsa con un vallenato.
Ahora bien, ¿se podría pensar en una iniciativa de este tipo gestada entre músicos barranquilleros? Yo creo que no. Los músicos barranquilleros están demasiado ocupados en ser músicos barranquilleros (con moñas, con inercia mental y con otras cosas). Los independientes (que viven, comen y tocan sus moñas en Barranquilla, pero pertenecen a todas partes) están igualmente ocupados en producir o consolidar una propuesta estética que perdure o muera de inanición. Los otros se fueron, se perdieron o desaparecieron. Quizás en unos cincuenta años —mal contados, claro—, cuando Barranquilla haya solucionado su problema con los arroyos, podamos pensar algo diferente.
Así las cosas, la ciudad tiene que conformarse con lo que tiene, que a veces es muy poco. Uno puede ser optimista por vocación, sin soñar demasiado, pero el panorama resulta desalentador, cuando no patético, si miramos con cierto detalle el centralismo y la ignorancia de muchos de nuestros músicos, además del aislamiento desolador en que se encuentran. Aparte de eso, preocupa que los pocos discos que se logran pasen desapercibidos, como si fueran inexistentes, y que Barranquilla no tenga lugares para escuchar esas contadas aventuras musicales que de tanto en tanto se producen. Preocupa y desespera.
Ésa es, sin embargo, la Puerta de Oro de Colombia: oxidada, lenta y castrada, como en tiempos de una monodia aplastante.

Por favor visitar tambien www.bluemonkmoods.com donde está este artículo, otros aportes de Manuel Dueñas, y mucho mas.

4 comentarios:

mo dijo...

arte urbano disfrútenlo http://bit.ly/GraffitiSprite

mo dijo...

Sprite te muestra lo bueno de la vida http://bit.ly/SGraffitiCalimod

mo dijo...

Sprite siempre tiene la razón, las cosas como son http://bit.ly/SGraffitiCentroMayor

mo dijo...

Dan ganas de una Sprite http://bit.ly/SGraffitiCentroMayor